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Más afán de Tintín

Archivado en: Cuaderno de lecturas sobre "Tintín, el sueño y la realidad"

Foto: Javier Memba

Unos detalles de Tintín. Foto: Javier Memba

La comparación entre el espléndido Tintín y el mundo de Hergé (1988), de Benoît Peeters, y Tintín, el sueño y la realidad, del inglés Michael Farr, surge inevitable. Tal vez este de Farr sea un volumen más completo, si bien el de Peeters le sirve de referencia y, al igual que su predecesor -y todos los tintinófilos, sin duda-, Farr también reconoce que el encanto de El Valiente es esa suerte de infancia infinita que proporciona rendirle culto.

Acaso menos dogmático que Peeters, como siempre supuse, Farr sostiene que Hergé nunca coloreó la aventura soviética por considerarla un pecado de juventud. Asimismo, como vengo estimando desde aquella primera lectura infantil, la entrega africana es una obra mucho menos elaborada que el resto de los álbumes. Acusada tanto de racista como de poco ecológica por la afición cinegética de Tintín, nunca sería enmendada correctamente. Los negros de Stock de coque que debieron hacerlo, fueron acusados por la revista Joven África de hablar "en negro".

Sin embargo, una de las primeras pruebas de que Hergé no era racista es su decidida simpatía por los indios en Tintín en América (1931) -filia que le venía de sus días de boy-scout- de la que volverá a dejar constancia en El templo del sol (1946), cuando Tintín interviene a favor de Zorrino.

Por no hablar, claro está, del ya sabido alegato contra el imperialismo japonés en China de El loto azul (1934). Tanto fue así que en el momento de su publicación, el álbum provocó encendidas protestas en Japón y, con el correr del tiempo, le valió a Hergé una invitación de la esposa de Tchang Kai Shek para visitar la China nacionalista. Decididamente, el Loto..., junto a El cetro de Ottokar (1938), un alegato en contra de la Anschluss -anexión de Austria por parte de Alemania- son dos pruebas irrefutables de que Hergé no era fascista.

Siendo el de sus supuestas simpatías por los nazis uno de los capítulos más peliagudos de la biografía de Hergé, Farr lo aborda de un modo meridiano. Si bien es cierto que Hergé descubrió los primeros cómics gracias a Leon Degrelle, quien se los mandaba desde Estados Unidos cuando el periódico donde los dos trabajaban le envió allí de corresponsal, no es menos verdadero que Hergé se negó a ser el dibujante oficial del partido rexista -nazi belga- cuando Degrelle se lo ofreció. Anglófilo como buen scout y como un niño crecido durante la ocupación alemana de Bélgica en la Primera Guerra Mundial, para cuya liberación fue determinante la intervención británica, entre los primeros dibujos de Hergé destacaron las caricaturas de los invasores de su país. Según Farr, el gran error del dibujante -como el del rey Leopoldo III- fue quedarse en Bélgica durante esa segunda ocupación alemana y trabajar, publicar las aventuras de Tintín en Le soir. El tiempo que tras la liberación estuvo vetado en la prensa, Hergé se dedicó a colorear los primeros álbumes.

La estrella misteriosa (1941) fue la primera entrega dibujada directamente en color. Mucho antes, en El Cetro... El Maestro llamó Müsstler al malote en una clara alusión a Hitler y Mussolini y uno de sus grandes villanos, el doctor Müller, es alemán. El autor define a Hergé como un monárquico liberal que incluso fue amigo de Leopoldo III, con quien pescó en Suiza en una de las primeras vacaciones que el dibujante se tomó.

 

Sostiene Farr que una de las claves del eterno encanto de Tintín consiste en que se trata de una fantasía fuertemente anclada en la realidad. De ahí que organice una buena parte de su trabajo en base a demostrar cómo las abundantes fotografías que integraban el archivo documental de Hergé inspiraron las distintas viñetas de las aventuras. A excepción de Al Capone, el único personaje que aparece con su nombre real en el episodio americano, todos los demás son un calco de alguien que existió, pero que figura en la serie con una variación de su nombre. Los juegos fonéticos -como el mismo seudónimo del Maestro viene a demostrar- son una constante en la serie, aunque casi siempre pertenecen a guiños del argot de Bruselas, con lo que se nos escapan a cuantos no lo conocemos.

El acertado descubrimiento que Farr hace de la cinefilia de Hergé me ha resultado mucho más interesante que la ya conocida anécdota del modelo de la casa del profesor Bergamote -apenas acabaron de dibujarla Hergé y Jacobs fue requisada por los alemanes para cuartel de la SS- o que la supresión de los negros de determinadas viñetas para las ediciones norteamericanas, anécdotas todas ellas ya contadas por Peeters y demás tintinófilos de pro. La isla negra (1937) guarda muchas analogías con Los 39 escalones (Alfred Hitchcock,1935). Hergé fue un gran admirador de Hitchcock y de Carol Reed, cuyo El tercer hombre (1949) tanto tiene que ver con El asunto Tornasol.

Como Hitchcock, Hergé gustaba de dibujarse en las viñetas de sus aventuras, de las que Farr da una buena relación. Quizá la más sorprendente sea aquella de la última página de El cetro... en la que Hergé, amén de a él mismo, dibuja a su hermano Paul -cuyo rostro inspiró el de Tintín- además de a Jacobs y a Germaine Kiekens, su primera mujer (pág.87). Tanta fue la cinefilia de Hergé que el coronel Sponsz -además de una variación de las facciones de su hermano Paul- es una caricatura de Eric Von Stroheim. La mismísima Rita Hayworth estuvo a punto de aparecer en la entrega de La Luna como destinataria del collar de perlas que el profesor Calys de La estrella misteriosa le habría comprado -tras vender los secretos de la nave al enemigo-. Desechada finalmente la idea de la maldad del profesor, la alusión a Rita se fue con él. Dentro de este mismo episodio, me ha llamado especialmente la atención el hielo y las estalactitas que Hergé dibuja. Según Farr, se deben a un científico que, equivocadamente, habló al Maestro de la posibilidad de agua en La Luna.

En cuanto a lo de Jacobs, parece ser que la colaboración -que no la amistad- se rompió cuando el autor de Blake y Mortimer pidió a Hergé firmar conjuntamente las aventuras de Tintín. Aunque, sorprendentemente, no se habla de Jacques Martin, sí se dice que la colaboración de Bob Moor comienza en Aterrizaje en el La luna. Es más, incluso se facilita la viñeta exacta (pág.143).

No obstante el descuido de la edición, la página 113 está sin terminar y la traductora ignora que en los Dupont en la traducción española son Hernández y Fernández; Arsenio Tornasol, Silvestre Tornasol; Serafín Bombilla, Serafín Latón; Sponsz, Esponja y Ups, Pst, hay que aplaudir esa comparación de las aventuras con La comedia humana en base a la utilización de los mismos personajes en distintos episodios. Tanto es así que Farr nos descubre que Walter Rizotto y Jean-Loup De La Batellerie ya entrevistan a Tintín al final de La isla negra.

Al igual que en Rayos y truenos -la otra delicia tintinófila de lectura reciente- aquí se apunta que el capitán Haddock es inglés, puesto que hubo en efecto un tal sir Richard Haddock que fue almirante de la royal navy y que Tornasol está inspirado en el profesor Piccard, un sabio suizo afincado en Bruselas con el que Hergé se cruzaba a diario. La incorporación de uno y otro a la serie, sostiene Farr con acierto, fue en detrimento de Milú, que perdió protagonismo a favor de los dos dueños de Moulinsart, propiedad que el marino compró con el tesoro de Rackham El rojo y la ayuda económica que el científico aportó después de patentar su submarino.

De todas las obsesiones del maestro plasmadas en sus páginas, la que más me ha llamado la atención es el canto a la fidelidad que inspira Tintín en el Tíbet (1958), aquí, como bien señala Farr, se alaba la lealtad de Tintín a Tchang; de Haddock a Tintín y del Yeti a Tchang. Todo ello por la mala conciencia que abrumaba a Hergé tras haber dejado de querer a su primera esposa.

Trabajador y perfeccionista, evocando a Flaubert, El Maestro no dudó en declarar que Tintín era él. Pero su entrega de un modo obsesivo a la creación de las aventuras le estaba costando la vida. En gran medida la puesta en marcha de los Estudios Hergé fue un alivio. Eso no impidió que Las joyas de la Castafiore -una comedia doméstica en la que Tintín vuelve a mostrar sus simpatías por los más débiles al socorrer a Miarka- fuera un primer final de la serie. De no haber sorprendido la muerte a Hergé cuando trabajaba en el Arte Alfa, Tintín hubiera podido acabar convertido en una estatua mediante un procedimiento ideado por los villanos de esta última entrega. No hay duda, este de Farr es uno de los textos fundamentales de la tintinofilia. El índice onomástico final, una excelente herramienta para su manejo.

Publicado el 21 de septiembre de 2010 a las 23:15.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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